lunes, 19 de octubre de 2009

EL PRÓLOGO NO ESCRITO DE “La Desaparición de Los Dioses”

(uno de los tantos prólogos posibles)

¿Por qué comenzar por Justino para un prólogo no escrito a “La Desaparición de Los Dioses”? Porque San Justino (mediados S. 2 D.C) es el primero que tergiversa y modifica sustancialmente el término “hereje”, haciéndole ser lo que actualmente es (y lo que fue a partir de entonces): algo muy pero muy peyorativo, discriminante, que nada tiene que ver con lo fundamental de donde proviene en rigor el término: la palabra griega “haíresis” designa una “elección”, nada más y nada menos; en el judaísmo “heburah” era, también, elección, sólo que bien orientada,por la tradición proféfita, a la práctica de una vida espiritual más profunda, más mística. Lamentablemente nosotros en castellano ya no podemos pensar “la herejía” como un discipulazgo, como un seguimiento filosófico a Escuelas y Maestros: esto es gracias a Justino, asumámoslo.

Pero eso no es todo. Este primero de los padres apologistas griegos, que murió en Roma alrededor del año 165, fue invitado, precisamente a esa “capital del mundo” por el obispado de Pío (142-157), bajo el gobierno del emperador Elio Adriano, para “esclarecer” las ideas de los cristianos conducidos por el obispo Higinio, antecesor de Pío: puede verse en esto, además, el origen de la servidumbre intelectual a favor del Imperio, ya que, en todo caso, los edictos imperiales no van a ser más que “interpretaciones” políticas de una “verdad” religiosa: que el gobierno diga “dementes y delirantes”, según entiendo supone que quienes lo asesoran intelectualmente lo dejen entrever de alguna manera; es decir 200 años antes del edicto de Tesalónica seguramente Justino ya consideraba como tales a Cerdón, Marción, y el célebre gnóstico Valentín, sus “rivales” por el que le pagaban para que lo sean. Esto es algo muy personal que, sin embargo, afirmo.

Y es más: hasta Hegesipo, el último familiar consanguíneo de Jesús al frente de la Comunidad (antecedido por Simeón Bar Cleophas, primo de Jesús, antecedido a su vez por Santiago, el “hermano del Señor”) los cristianos jacobistas o judeocristianos eran los más cercanos a la comunidad de los gnósticos, que nacen como tales precisamente por ser expulsados del ceno de aquélla (hacia el 80 -90), no por separar a Dios Padre del demiurgo o creador del mundo, sino por entender que existen enseñanzas ancestrales (los misterios inefables de la Regeneración-en-Dios) muy anteriores a Platón o Pitágoras: lo que demuestra que la filosofía es el camino de unidad, y no las rivalidades que responden a diferentes versiones de lo mismo.
Luego Justino consagra como única corriente autorizada a los “Doce” o protocatólicos conducidos por Pedro, que ya desde el vamos debió sufrir el suicidio en la comunidad (el de Judas Iscariote, oscuros motivantes) y la muerte (de Santiago hijo de Zebedeo).
Entre sus obras literarias, la más destacada, sus dos “Apología”, anteriores a “Diálogo con Trifón”, van dirigidas a los emperadores Antonio Pío (138-161) y a su sucesor Antonio Vero (161-169). Esto lo dice todo.

E. G.
erwingalliussi.blogspot.com

6º encuentro Seminario Filosofía e Historia - Audio

2 Bergallo


1 Galliussi

viernes, 2 de octubre de 2009

Presentación del libro: La desaparición de los dioses

10 de octubre - Casa de la Cultura - Hora: 20

El libro La desaparición de los dioses. Consecuencias de la alianza del Imperio romano con el Cristianismo triunfante, del filósofo Sergio Bergallo, hace referencia al momento histórico en que el cristianismo cristiano católico fue declarado como religión única y obligatoria para todos los pueblos del Imperio romano, el 28 de febrero del año 380, considerando "dementes y delirantes" a todos aquellos que no ajustaran a dicho culto.
A partir de allí se sucedieron los decretos imperiales que fueron dando cuenta de los paganos, judíos, samaritanos, magos, ateos y cristianos no católicos (los llamados "herejes") e incluso los católicos que se opusieron al régimen instaurado. El castigo consistía, según los casos, en la pena de muerte, el destierro, la confiscación de bienes, el encarcelamiento y la tortura.
Detrás de cada decreto, firmados por los emperadores, se hallaba la influencia de un santo, obispo o doctor de la Iglesia en el poder, que a su vez se inspiraban para ellos en los textos de la Biblia misma. El libro cita todas las fuentes al respecto.
Es necesario aclarar que no sólo se impuso un culto religioso sino una forma de pensar, sentir y actuar, que abarcaba todas las instancias de la vida pública y privada. De allí que la Sección Segunda del libro se ocupe de la represión del cuerpo y de la sexualidad, la degradación de la mujer, la condena de los espectáculos públicos y la legitimación del orden social injusto (con los clérigos como los nuevos integrantes de la clase privilegiada), incluida la bendición de la esclavitud.
El mismo esquema dogmático y represivo que se aplicó por vez primera con semejante fuerza y alcance entre los siglos IV y VII d.C., se repetirá luego en varios momentos de nuestra historia, como las Cruzadas, la Santa Inquisición, el sometimiento de los pueblos autóctonos por Europa y luego por los gobiernos nacionales en los diversos continentes, el nazismo y la represión de nuestros gobiernos militares, especialmente el último.
El libro también estudia los diversos judaísmos y cristianismos, de tal modo que se demuestra cómo una sola de esas vertientes se transformará en la dominante superando, desgraciadamente, a las líneas más abiertas y tolerantes. Se dedica así una sección al Jesús histórico, los evangelios apócrifos y las comunidades cristianas no oficiales, cuyo mensaje quedaría sepultado por el culto único y excluyente, como también se lleva a cabo un recorrido de la Biblia donde se ponen en evidencia aquellos libros donde se termina justificando todo esto, y aquellos que ofrecían un camino diferente.
Toda la historia de los pueblos de Occidente y cercano Oriente quedará marcada por aquel decreto y sus consecuencias, hasta nuestros días.